martes, 10 de febrero de 2015

El misterio de la perla roja

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Revolviendo entre algunos de los papeles de la casa, comencé a acumular un gran número de objetos sin relación alguna, todos guardados en el mismo lugar. Y me extrañé.

Hace tiempo, tenía por costumbre dejarlo todo en cualquier lugar, pendiente de la orden de un duendecillo cualquiera al que le sobrara tiempo libre para reorganizar mis pilas de diógenes pero, hoy por hoy, prefería saber donde estaba todo y por qué.
Así, en medio de esta labor, acabé por echar en falta algo que hacía años que no veía, ni había tenido relevancia ninguna en los últimos "quiensabecuantos" años: la perla roja.

Recuerdo que la encontré hace ya demasiado tiempo y era mi cosa preferida. Era pequeña, manejable, misteriosa, portátil y sólo yo conocía el secreto de llevarla encima, lo cual le añadía un valor misterioso que me hacía sentir fuerte y segura de mí.
Jugaba horas y horas a darle forma, a rodarla, a hacerla desaparecer y reaparecer, a acariciar mi cuerpo con ella, a darle vida, a pintarla y despintarla, a simplemente observarla.
Escribí mil historias con ella de protagonista, con su balanceo y su cadencia, con su mínima presencia como vengadora de un sin fin de situaciones.

Pero poco a poco fui creciendo, comencé a acumular otros objetos que creía indispensables para vivir. Intenté combinarlos con ella, llevarla junto al dinero en mi monedero, dormir con ella en las sábanas (aunque siempre saliera rodando a cualquier lado), jugar con ella mientras pasaban las horas de cansancio por trenes matutinos hasta llegar al trabajo, y, al final, sentí miedo de perderla y la guardé en un rincón.

Tan pronto como lo hice recuerdo sentirme fuerte, grande, canosa y madurada. Era como despegarse de una droga que le hacía ver a uno como un chiquillo (¿qué adulto juega con bolitas a su edad?). Fijé mis metas diarias en otras cosas: leía el periódico en el tren, caminaba con el "ipad", veía las noticias en casa, pensaba en los gastos de la luz, el agua y otros del hogar, y así un sin fin de cosas que, de manera evidente, hacían de mi vida la de "un adulto modelo". La única pega es que algo no terminaba de cuadrar.

Y eso me llevó a buscar. Así que un día, sin motivo aparente, en medio de la vida  "que debía tener", me levanté de la cama y me puse a revolver por cajones y cajones sin saber si quiera que estaba buscando, hasta que la encontré: la perla, mi querida perla.

Sentí que la vida volvía en mí, sentí que las horas de proceso hasta entender que era necesaria su presencia no habían sido en balde, sentí que ahora no había ningún temor a reconocer que somos niños, adultos, viejos, bebes, que nadie sabe como ser nada, que todos improvisamos, que por muchas reglas que construyamos no hacemos si no esbozar una y otra vez una realidad que queremos hacer "norma" para no perdernos en nuestro propio razonamiento.

Y allí te encontré libertad, allí te volví a tener entre mis manos. Y, entonces, comprendí que la vida es demasiado corta para vivirla sin tí; demasiado corta para perder la imaginación.

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