sábado, 28 de febrero de 2015

Con la guerra en los tobillos

13:56

Cuanto más miro blogs de literatura, nuevos escritores e incluso discursos televisivos de cualquier ciudadano o una conversación ligera de bar, más tengo la impresión de que todos somos el "Japón" de nuestro siglo. Nos parece una barbaridad que un pueblo como el de estas islas consiguiera en poco más de 100 años dar un giro de 180 grados a su cultura y se convirtieran en una eficiente potencia tecnológica y económica, pero no nos parece extraño que los jóvenes continúen hablando de Franco, o que una y otra vez se reproduzcan, en las siguientes generaciones, las historias sobre la guerra, las posibles cosas que no se dijeron y sucedieron y los pequeños detalles de la guerra mundial, imposibles de nombrarlos en la época bajo amenaza.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde que todo  ocurrió? ¿cuánto tiempo real necesita un pueblo para recomponerse? ¿Nos ha dado tiempo a crecer lo suficiente como para entender el nuevo tipo de sociedad en el que nosotros mismos nos hemos involucrado?

Lo cierto es que me recuerda un poco a aquella persona que entra y sale de una relación a otra sin darse tiempo de respiro y, por lo tanto, sin madurar la situación anterior, sin haberse tomado un tiempo para limar los errores y buscar otra estrategia que aplicar en la siguiente relación.

El proceso actual vendría a ser más o menos el mismo.

Recuerdo cosas, ahora tan inverosímiles, como que cuando era pequeña sólo existían tres canales de televisión, aún rodaba la de blanco y negro por algún lugar de la casa, el Spectrum fue todo un acontecimiento, no existían los móviles, uno hablaba con sus amigos por el teléfono fijo (mientras, probablemente, algún padre o madre que otro cogía el otro teléfono de la casa y espiaba la conversación), los juegos entraban en un disquete, en todas las casas existían unos Juegos reunidos y se jugaba a los juegos de mesa, el telepizza y la comida china a domicilio eran una novedad, el primer internet un sufrimiento, la comida congelada una maravilla importada que facilitaba la vida a las madres (ya que eran las principales cocineras), los portátiles no existían, las pantallas eran bien grandes y siempre se estropeaba el tubo de imagen y la game boy y la nintendo fue la locura entre los jóvenes y no tan jóvenes (ya que hasta entonces lo único que habíamos visto eran tazos, gogos, maquinitas de agua y las de las tiendas de 20 duros de coches, motos o disparos que funcionaban con pilas de botón que se cargaban en el congelador cuando estaban muy acabadas).

Y ahora, desde luego, la realidad es absolutamente diferente. Los niños miran internet, nosotros mirábamos la encarta. La educación  incluye los TIC como algo fundamental para la enseñanza, nosotros ni sabíamos para que iba a servir un pc en las clases. Y así sucesivamente y aplicable a todos los ámbitos.

Y así, del mismo modo que nos hemos ido adaptando a tirones y como hemos podido a las novedades que corrían más que nosotros, hemos ido creando una nueva realidad apurada y a correprisas.

¿Qué nos extraña entonces de que la juventud siga hablando de los procesos de guerra que marcaron traumáticamente a nuestros antepasados? Todo esto, hablando de antepasados como si del neolítico habláramos, cuando en realidad eran nuestros abuelos e incluso tíos o tío abuelos.
A mi parecer, y como ya he comentado anteriormente, hemos dejado de valorar el cuidado de nuestra salud mental en pro del cuidado económico que, por cierto, ha fracasado igualmente.

Antes de juzgar el pasado o el presente, parémonos un segundo a pensar que queremos transmitir al futuro.
Uno se tira toda una vida acudiendo a un psicólogo ante un fuerte trauma o por lo menos una gran temporada intentando jugar con varios medios para curar su baúl emocional y mental, y esto se comprende. Pero se le pide a un pueblo que no haga relaciones lógicas cuando observa la privatización de los servicios que considera básicos o cuando se ve desposeído del futuro que, supuestamente, había de tener.

En lugar de jugar a "2001 Odisea en el espacio", estaría bien poner los pies en la tierra, para variar y cuidar de la herencia histórica.

Porque nuestras pisadas dejan huella, visible o invisible. Y si no que se lo digan a los inspectores de las series americanas.

14:20 (4 de plus)



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